La ciudad solitaria de Olivia Laing

Que nadie se deje engañar por su aspecto de novelita rosa, el primer aviso viene ya en el subtítulo de este libro: Aventuras en el arte de estar solo. Suena un tanto deprimente, ¿verdad? Es un libro un tanto deprimente, y al mismo tiempo apasionante e inspirador. Estamos ante un ensayo (¡oh Dios!), o mejor dicho varios ensayos hilvanados en un volumen unitario publicado por Capitán Swing. El hilo conductor: la soledad, como sentimiento y como circunstancia. Un sentimiento complejo comparable al amor o la tristeza, tan patológico –según la tesis de la autora, respaldada por la obra de varios psiquiatras– como puede serlo la depresión.

Laing parte de lo autobiográfico: la inmensa soledad que siente al instalarse en Nueva York tras unos planes amorosos que se van al garete. Describe sus sensaciones, su aislamiento, sus comportamientos obsesivos, sus penurias. Realmente llegamos a conocer poca cosa de cómo ha llegado ahí, pero el retrato de una persona que está sola, aun estando en una ciudad como Nueva York, es de una cruda veracidad.

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Edward Hopper, «Morning sun», 1952.

El mencionado subtítulo presagia esa crudeza pero también el otro gran tema, fusionado con el primero: el arte. Y es que la terapia de la autora para encontrar el consuelo está íntimamente relacionada con la experiencia de diferentes artistas que se han visto solos, casi todos en esa misma ciudad, y cuya soledad ha aflorado de una manera u otra en su obra. El primero de ellos es Edward Hopper, el pintor del aislamiento urbano en la América moderna. Nos asomamos a su forma de ser, a la difícil convivencia con su mujer, y a ese particular laconismo que trasladó a sus cuadros.

A partir de ahí, las mezquindades domésticas de Hopper palidecen cuando empezamos a ver el trasfondo biográfico del resto de artistas solitarios. Por ejemplo Andy Warhol, del que puede sorprender su presencia aquí, acostumbrados a relacionarlo con la fama y la pompa social. Laing nos habla de esa familia de inmigrantes rutenos que apenas hablan inglés, de las manías y flaquezas del pequeño Andrej Warhola, sus complejos que persisten de adulto, su marginación previa a la fama, y el disparo que casi le cuesta la vida a manos de la desdichada Valerie Solanas, otra criatura que merece aquí parte del capítulo.

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David Wojnarowicz, «Arthur Rimbaud in New York», 1978-79.

La biografía de David Wojnarowicz es aún más dura, transcurrida entre una niñez sin cariño y una muerte prematura, pasando por una adolescencia como chapero callejero. En parte lo combativo de su arte le otorga más fuerza a su figura, de la misma manera que su obra y sus escritos son también un canto a la belleza de la intimidad compartida y la celebración erótica, aunque éstas tengan como escenario las ruinas de los muelles abandonados.

Ahora bien, cuando tocamos fondo como lectores es al descubrir (yo al menos no lo conocía) a Henry Darger. Una vida totalmente falta de afecto, transcurrida entre instituciones católicas benéficas y los duros trabajos de ínfima categoría que tuvo que realizar. Darger fue un artista marginal en toda regla, de cuya obra nada se supo hasta que no fue obligado a abandonar el piso diminuto donde pasó décadas. Entonces se descubrió una ingente cantidad de material, tanto escrito como plástico, y por suerte la sensibilidad del casero permitió preservarlo y hacer que su autor empezara a ser reconocido. La obra del autodidacta Darger es única en su rareza, obsesiva, totalmente desconectada de la realidad aparente, y mezcla encantadoras formas de flores y niñitas con escenas de un sadismo virulento. Es más, su autor ejecutaba en esas obras una especie de sacrificios cuando Dios desoía sus demandas. Todo un personaje, trágico y más que probable enfermo mental, si bien no tan monstruoso como a veces se lo ha presentado.

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Klaus Nomi (Wikipedia)

También el cantante Klaus Nomi se asoma a estas páginas con su singular puesta en escena y su portentosa voz. Como Wojnarowicz, su prematura desaparición ilustra los estragos del sida, sobre todo en los años de irrupción de la enfermedad, y con una saña brutal. Estamos a principios de los ochenta y el desconocimiento de esa nueva plaga incluso entre los médicos hace que nadie quiera acercarse demasiado a él, quien además ha adquirido un aspecto monstruoso a causa de las infecciones que ha contraido.

Historias trágicas, cuyos protagonistas han dejado belleza tras de sí a pesar de todo, y que nos hacen vislumbrar en esa soledad monolítica un síntoma de nuestras ciudades, de nuestro tiempo, pero también ver el arte como una preciosa vía de salvación.